Al caer la tarde, después del funeral de su madre, Sophia y el Padre Lorenzo, se encaminan a donde el pensamiento los lleve. Como cuando jugaron de niños, por caminos polvorientos y el calor del verano: esa tarde misteriosa en la cima del cerro a solas se quedaron.
Tras una breve charla, se dejan llevar por la razón del reencuentro, que no es otra que la ordenada por el corazón.
Asoma la noche: descalzos, desnudos los torsos, ella falda al viento, el pantalón largo, despojado de estola y sotana, y enlazando las manos nombrando los recuerdos de tiempos lejanos.
Terrenos polvorientos de matas y peñascos, tupidos de rastrojo de jaras y carrascos.
Al frente se divisan las aguas del pantano, que cubre las encinas que en su día se ahogaron.
Continúan descalzos sin soltarse las manos.
Sin hablarse se dicen, con los ojos cerrados.
Sin reclinatorio, los dos se confesaron.
El sol ya los deslumbra, en rojo azul y cadmio.
Las manos enlazadas y continúan danzando.
La música se oye con el viento solano.
Se adentran en las aguas apretando las manos.
En el profundo espejo se quedan retratados.
La sombra de la noche pone fin al pecado.
Sophia y los fantasmas del recuerdo
Libro 3 en prosa.
Hortensia Alcalá
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