II episodio
Llanto
de madre
Sabemos
las mujeres que a ciertas edades nos gusta estar tranquilas. Ya no estamos
pensando en tonterías de amoríos ni nada de eso. Decimos que eso es para la
juventud. Porque al final los hombres son todos iguales y nos quieren para
saciar sus deseos masculinos y tenernos de cocineras y planchadoras. Coño, yo,
personalmente, amigas, creo que esto no es así; sino que se negocia con ellos…
A los de nuestras edades les costará aprender, pero si les interesas
aprenderán, ¡eso seguro!
Y es que será bonito vivir aquello del
parque y los besos robados al lado del jazmín — ¡como veinteañeros esperando
que se abra la flor!— y poder sentir por todo el cuerpo el revoloteo suave y
silencioso de las mariposas, en tu cuerpo de mayor con alma de niña. Esa alma
grandiosa de mujer generosa, de cuerpo y alma de madre indulgente y dulce, que
dio la luz a otros ojos y vida a más vidas olvidando incluso la suya propia
para que a estas no les falte lo más preciso para crecer, formarse y después
volar, igual que las demás mariposas.
Salir
del nido materno para comenzar con el suyo propio. Es entonces cuando la mujer
se siente más sola que en todo lo que lleva de vida. Porque se le terminó el
amor, marcharon sus frutos y la vida parece pararse en el tiempo quedando como
obsoleta, vacía.
Después
pasas unos años de reflexión tratando de encontrarte porque no estás, no vives.
La mujer y madre queda olvidada, esperando siempre a que alguien la llame y le
recuerde quizás el único gran título que posee.
« ¿Madre, cómo estás? ¿Por qué estas llorando?», preguntan. «No estoy llorando, hijo... Solo
que mi voz... a veces falla, digo.
Un buen día, ya cansadas de tanta
tranquilidad, nos decidimos a salir algo más a la calle, con o sin amigas.
Aunque sea a ejercer de abuela, pero de abuela moderna. Y como siempre
tendremos cercano a donde vivimos un precioso parque, al que nos acercamos
apartándonos del bullicio de niños en bicicletas o patinetes. O con un balón de
reglamento ¡que pobre del que le toque el balonazo!
Otro buen día te encuentras sentada en
el banco que esta junto al rosal de rosas rojas, de un rojo pasión que
impresiona. Al lado siempre habrá otro rosal de rosas blancas... junto a un
azahar. ¡Menuda combinación de aromas perfumando el entorno!
Un lunes por la tarde, alguien se
acerca también con su carrito de estos modernos, bien proporcionados y cómodos
para que los bebes se sientan a gusto. Para eso se lo regalan los abuelos, para
después pasearlos con mucho orgullo. Así, además, matan el tiempo. Y, como decía,
entre tanto lees ese libro que tanto te está costando terminar. Porque, a decir
verdad, no lo entiendes y relees una y otra vez hasta cansarte. Lo dejas en el
asiento de madera y te pones a mirar al cielo por si llueve.
Pues
en esto se acerca un señor que se sienta en la otra esquina del banco. Él no
comenta nada, pero tú le dirás: « ¿No tiene usted algo para ponerle en la
capota del carrito? Mire que ahora en esta época anda mucho pajarito y le
pueden caer las cagadas al niño en la carita». El señor te mira con sus
pequeños ojos azules. Se pasa la mano por la cabeza, ya escasa de pelo, y
responde: «Pues no, no tengo nada, a mi hijo se le olvidó ponerme algo por si
acaso».
No
pasa mucho rato hasta que el impertinente y repetitivo pájaro suelta sus
excrementos al aire, alcanzando en medio de la cabeza de Eliseo, que así se
llama el hombre de los ojos azules y pequeños. Dora, que es el nombre de la
señora que a pesar de sus 62 años está muy bien de presencia y de salud,
haciendo uso de su gran dominio femenino, se acerca a Eliseo con unas toallitas
húmedas para limpiar con suavidad lo que el susodicho pájaro propició al señor
Eliseo. Él, con gran nerviosismo, le agradece el acto a la mujer del parque,
que deja el libro en el asiento de madera porque se aburría leyéndolo.
Ella:
Dora. Él: Eliseo.
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